Los olores del mundo

Por Melina González ///Ágora Digital

Houston, Texas,(04-04-2022).-Han pasado 464 días, desde la última vez que pude oler un perfume; 11 mil 136 horas desde que pude saborearme con el aroma de una naranja o un limón y,  668 mil 160 segundos, desde la última vez que pude percibir el hedor de un alimento, persona o cosa.

     Por un año 3 meses y ocho días, he tenido que redescubrir y adaptarme a un mundo la mayor parte del tiempo sin olores o, con aromas distorsionados e, incluso, inexistentes. Para mí, es en ocasiones, es como pertenecer a un mundo en silencio.

     Estamos tan acostumbrados a percibir y sentir el mundo principalmente a través del sentido de la vista y del oído, que hemos relegado la importancia del olfato. Los aromas, naturales y artificiales, constituyen un mapa también de navegación que nos ayuda a desplazarnos por éste mundo, a entender situaciones, personas y condiciones cuyos caminos se van cruzando en el nuestro.

     Y fue justamente hasta que me vi privada de ellos, que entendí la gran importancia que tienen. Fue hasta que me percaté de su ausencia, que me di cuenta que sin olores, el mundo es como si estuviera en silencio, porque a través de ellos, también nos habla, nos susurra, nos grita y nos evoca sensaciones y emociones.

        Todos somos un mapa al que hemos añadido –consiente e inconscientemente- marcadores; dependiendo de la experiencia, los recuerdos que se asocien a ése lugar, persona, evento o día, serán gratos, incómodos o tristes. Para evocarlos, no únicamente se requiere pensarlos, verlos o recordarlos, basta con poder percibir un aroma para que acudan a nuestra mente, en tropel, los recuerdos asociados a él.

     Es tan maravilloso el sentimiento que Marcel Proust, escribió de y para él. Fue tan maravillosa su explicación, que se quedó para la posteridad: efecto Proust, es como se le llama a la experiencia de evocar recuerdos y sentimientos a través de un olor.

­´´ {…} Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de  magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray  {…} Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; {…} todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té»  Marcel Proust, Por el Camino de Swann.

     Cuando tuve Covid, para mí el mayor temor se centró en no perder la capacidad para respirar ni que mis niveles de oxígeno disminuyeran drásticamente, creía que, si lograba evitar ésos malestares, estaría bien, por eso, cuando me percaté, aquél 22 de diciembre del 2020 que ya no podía oler, en ése momento, ni el cloro ni ningún aroma, por más fuerte que fuese, no generó en mi molestia.

    Sin embargo, conforme la enfermedad pasaba, con la fortuna de no haber tenido que ser hospitalizada, la desesperación por no poder recuperar mi sentido del olfato, comenzó a embriagarme. Radicaba en ése momento en San Francisco, ciudad en la que las acciones para evitar la pandemia y, tratar las secuelas que ésta dejó a miles de personas, se convirtió en referente mundial.

   En San Francisco se ofrecieron diversos programas, la mayoría gratuitos, para personas con secuelas post Covid. Y es que, miles de personas quedaron con padecimientos como migrañas, fatiga crónica y taquicardia, mientras que centenares, quedaron privadas del sentido del olfato, como yo, por lo que también se adecuaron programas de rehabilitación.

     Comencé una terapia de sensibilización olfativa, en un centro especializado para personas que han sufrido quemaduras o accidentes en el rostro, lo que les ha generado una condición similar a la mía. Diariamente, nos ponían a oler aromas pertenecientes al mismo grupo: cítricos, frutales, florales, etcétera.  Situados en un cuarto y, en pequeños grupos, nos hacían oler y, después, dibujar el objeto al que nos evocaba dicho aroma, con la finalidad de no únicamente rehabilitar los nervios olfativos, sino de también, estimular al cerebro.

    Los primeros días, fueron frustrantes. Por más que me esforzaba en olfatear, (ya ni siquiera en oler), no había nada, ni un residuo de algún aroma escondido. Jamás había imaginado que la nada, tuviera también un aroma. Ahí fue cuando me percaté de lo terriblemente silencioso que es un mundo sin olores.

     Con el tiempo, pude recuperar, levemente, la capacidad para percibir algunos aromas, sin embargo, la mayoría, siguen estando ausentes de mi espectro olfativo. Entendí lo que es la anosmia y la disgeusia (alteración del olfato y del gusto, respectivamente) y la fantosmia, fenómeno sensorial que nos hace percibir aromas alterados o inexistentes.

     Por motivos laborales, tuvimos que mudarnos a Houston por un par de meses, por lo que mi terapia fue interrumpida. En ésa ciudad,  como en México y como en la mayor parte del mundo, no se han implementado programas eficientes y eficaces para tratar de ayudar a quienes quedamos con alguna secuela post Covid. Bajo su lógica de que la fatiga crónica y la migraña no son secuelas ni motivo de incapacidad, mucho menos, la pérdida de olfato.

     Si bien existen terapias olfativas ofrecidas por médicos particulares (cuyos costos son altísimos), se carece de programas de rehabilitación públicos, por lo que mi terapia ha seguido en casa. Poco a poco, los aromas han regresado, sin embargo, la mayoría, sigo percibiéndolos de manera distorsionada u, otros, como los cítricos, perfumes y gran parte de los hedores, no los puedo oler.

     Me llena de nostalgia no poder percibir el aroma de la tierra o el pasto tras una tarde de lluvia, ni de poder oler las hojas de un libro recién comprado. Me frustra no poder percibir el olor de una feria o los aromas que emanan de una exposición ganadera; me embarga la tristeza, también, cuando intento oler alguno de los aromas favoritos de mi padre, fallecido, o de mi madre, quién  vive lejos de mí y a quienes constantemente trato de evocar.

    Los aromas de la comida de Cuaresma, siempre me han evocado momentos entrañables de mi infancia. Éste año, como el pasado, transcurre ésta época en silencio, sin ningún aroma susurrándome algún recuerdo o sentimiento.  No poder oler, no es únicamente caminar en un mundo en silencio, sino en un mundo a oscuras.

    Entrar a un restaurante y no poder olerlo, es como si no supiéramos por dónde caminamos; llegar a una cocina y no poder percibirla a través del olfato, es como si estuviera en penumbras. Lo mismo con las ciudades. Cada ciudad tiene un olor especial, particular y, arribar a ellas, sin poder percibirlo, es como hacerlo sin el sonido de las charlas de la gente, sin el claxon de los automóviles, sin su ruido.

     Lo mismo con la cultura. No sólo se ve, no sólo se lee y se escucha, también se huele. Caminar por el barrio Chino sin poder percibir el olor a mariscos, transitar por el barrio italiano sin oler la masa de las pizzas o, entrar a una panadería y no poder oler el pan recién horneado, es como perderse la plática, la historia que en ése lugar existe.

     Poder oler, es poder evocar  personas, lugares, eventos y situaciones del pasado; poder percibir los aromas del mundo, es poder ser parte de su charla, de su historia, es poder tener un mapa que nos permite una navegación adecuada. Como yo, hay miles de personas que padecen los estragos post pandemia y, se esfuerzan, día a día, por recuperar un sentido que, muchas veces, relegábamos y, que hoy, su ausencia, me impide apreciar y percibir al mundo completo.

    Hoy, sin los olores del mundo, transito en silencio, perdiéndome el registro que cada perfume, cada aroma, cada olor le otorga a cada persona, a cada especie, a cada lugar y, con él, una parte de su esencia.