El año sin fin.

Foto: Melina González

Por Melina González ///Ágora Digital

“- ¿Qué harías si estuvieses anclado en un lugar

y todos los días fueran iguales sin importar lo que hicieras?

-Eso resume mi vida”

Atrapado en el tiempo (Groundhog day)

Houston(,26-01-2022).-Como si se tratase de una maldición, de ésas que florecen y pululan en los libros y películas de ciencia ficción, el tiempo, se ha estacando. Si bien no hemos perdido el registro de su inexorable paso, a través de esos ritmos biocósmicos, como los llamaba el filósofo Mircea Eliade, la humanidad, ha perdido el ritmo social o, al menos, eso pensamos.

Todos los días, desde hace dos años, parecen tener el mismo comienzo para la mayoría de la humanidad: salir a trabajar, -quienes aún conservan su empleo y quienes aún lo pueden hacer sin estar confinados en casa-, regresar al hogar y, esperar, pegados a la televisión, celular o computadora, los últimos datos de ésta pandemia que parece no tener fin.

Ésos datos, de los que ya nos hemos vuelto expertos (o, al menos, eso queremos creer), se mezclan, en notas secundarias, con los que desde hace años y, previo a la pandemia, ocupaban los titulares: muertes, desaparecidos, crisis económica e infinita corrupción en México; del mundo: la terrible crisis migratoria en el Mediterráneo, las hambrunas, los desplazados, las mil y unas posibles declaraciones de guerra entre Rusia y Estados Unidos y, chismes de las familias reales, cuya existencia es tan ostentosa – e inservible- como las coronas que sus antepasados solían usar.

Después de la dosis diaria de noticias que terminarán perturbando el sueño (cada vez más difícil de conciliar), la hora de dormir llega, aunque, se terminará aplazando, una o dos horas más, hasta ponernos al corriente de los últimos chismes, memes y demás información –i- relevante generada en nuestras redes sociales. Unas –pocas- horas después y las cinco alarmas dispuestas para hacernos despertar, cumplirán su función. Despertarse, vestirse y, repetir la vida en pandemia, un día más.

Conforme el virus avanza, muta, los seres humanos, lo hacemos también; es, después de todo, nuestra infinita capacidad de adaptación, una de las razones por las que nos hemos convertido en la especie dominante.

Aprendimos a nadar y sortear las olas de la pandemia conforme vinieran: en las crestas, como buenos nadadores, las eludimos por debajo del agua, en lo profundo, recluidos en casa. Con las olas menos agresivas, las medidas de protección, se vuelven más ligeras, permitiéndonos volver a salir, hasta que la siguiente gran ola, vuelva a impactar.

Durante esos breves respiros que nos “regala” la pandemia, los hemos aprovechado para salir a disfrutar de una película en un cine, de ir al gimnasio, de reunirnos con nuestros seres queridos en un parque, de organizar un campamento, de sentir la libertar de no permanecer recluidos en un diminuto espacio…¿pero, lo hemos hecho?

Lo cierto es que, la  ausencia de “libertades” de la que muchas personas se quejan no llegó con el Covid. Se hizo más evidente con él. Los seres humanos, padecemos de una muy conveniente memoria selectiva que nos ha condenado, por los siglos pasados y venideros, a tropezar con la misma piedra una y otra vez.

Durante la imposición de toques de queda, al inicio de la pandemia, en varias partes del mundo, a manera de símbolo de resistencia, personas se congregaban en parques para organizar un convivio, retando las medidas restrictivas sanitarias impuestas. Otros, organizaban tardes de cine al aire libre y, algunos más, eventos masivos de ejercicio. Obviamente todos, en su momento, fueron sancionados.

Lo irónico del movimiento, fue que algunos, (no todos, pues existen aún legítimos amantes de las actividades al aire libre), de los participantes, tenían años, previo a la pandemia, que vivían recluidos en sus hogares, ellos, como millones de personas, llevan años siendo rehenes voluntarios de las largas jornadas laborales, de la fatiga y desgano crónico que obligan a la humanidad a pasar cada vez más tiempo recluidos en sus hogares viviendo la ilusión de la libertad.

El éxito de la televisión por streaming, que ha condenado a la extinción a los videoclubes y a una crisis sin precedentes a la industria del cine convencional, es sólo uno de los indicativos que demuestran las preferencias de una cada vez mayor población, durante los fines de semana.

El boom de los gurús de fitness, que emplean las plataformas digitales para divulgar su palabra, ha también reducido el número de asistentes a los gimnasios, que siguen subsistiendo gracias a quienes profesan un verdadero culto al ejercicio y no, meramente gustos estacionales, hasta que la siguiente moda, imponga otra actividad.

El aumento de aplicaciones de entrega de comida a domicilio, del infinito crecimiento de empresas como Amazon, que llevan automóviles hasta la puerta del hogar, da cuenta también de ésta tendencia a realizar todo, desde el interior y disminuir, lo más que se pueda, las salidas al exterior, estilo de vida que ha condenado a librerías, restaurantes, bares y demás negocios que, tras la pandemia, parece ser, libran la batalla final por la sobrevivencia.

Inclusive los niños, el último frente de almas libres, han cambiado sus reinados en las calles de sus barrios, por el máximo puntaje en los videojuegos; presos de la infinita violencia que azota y asola a países como México, los menores, llevan años padeciendo del encierro, que mutó, con el tiempo, de ser impositivo para ahora, ser voluntario.

Mientras que para los adultos, las largas jornadas laborales impuestas por los altos precios de las rentas, de la comida, de la gasolina y, de la vida, han reducido el tiempo libre y ampliado las horas de trabajo,  que se pagan con el desgano y cansancio que reduce cada vez más, las salidas del viernes por la noche.  

La pandemia ha puesto de manifiesto muchas cosas, entre ellas, la ilusión de la libertad. Llevamos años encarcelados, por gusto y/o por necesidad, y se ha convertido en una condición tan normal que ni siquiera nos habíamos percatado de ella. Llevamos años repitiéndonos y, fue hasta la pandemia, que nos dimos cuenta de ello.

Se tuvo que volver ilegal una actividad, para que, con nuestra naturaleza de infinita contradicción, nos diéramos cuenta que su ausencia.

Ojalá que tras ésta pandemia, éstas ganas de salir que todos profesan, se queden; ojala que ésas ganas de salir a pasear, de disfrutar de una película fuera del hogar, de acudir a una librería y, escoger, entre sus estantes nuestra próxima lectura y no, hacerlo a través del monitor, se queden; que ésos deseos que siempre postergamos de ir al gimnasio, no se diluyan con la pandemia; que esos anhelos de convivir con la familia, con los seres queridos, se queden y los pretextos, para posponer las visitas, se acaben. Ojalá.