La epidemia y los niños cuarentena

Ilustración Unicef

Por Melina González

Houston,Texas,(19-01-2022).- Mi paso por la educación básica, fue una de mis etapas de vida favoritas. Tuve la fortuna de contar, desde entonces, con un excelente grupo de maestros que hacían honor a su profesión y un grupo de amigos que se convirtieron en mis aliados.

Pese a que en ocasiones, me tocaron los regaños acompañados de palabras hoy condenadas por la mayoría de los padres de familia, que se escandalizan más por lo que sus hijos ven en clases que en sus redes sociales, a muchos, en ese entonces, sólo nos causaban risas a escondidas y se volvían, con orgullo, parte de nuestro acervo lingüístico que íbamos recolectando para usar en ocasiones especiales, como, en secundaria, pelear con los del turno de la tarde.

Soy de la época en la que las clases, a veces, se daban entre gritos, último recurso que le quedaba a los exhaustos maestros cuando los grupos superaban los cuarenta alumnos y regresaban a las aulas, a tropel, como si en el receso, hubiesen librado una épica batalla, impregnando el salón de un fétido olor a chivo mojado, (como amargamente se quejaba una de mis maestras de educación cívica).

En la primaria, no obstante, en muchas ocasiones las dosis de extra energía se suplían con hondos malestares estomacales y una profunda pereza, producto del severo mal de puerco (como le llamaba mi abuela a la indigestión), generado tras engullirse en menos de media hora, una torta, quesadillas y un flan, que nuestras madres nos hacían pasar a través de las rejas de la escuela, y quienes se marchaban preocupadas de que no fuese suficiente comida para los retoños, que estábamos en pleno crecimiento.

Los males de puerco, en la secundaria, eran los menos. En una época en la que las cooperativas aún no se habían convertido en tiendas clandestinas, los alumnos, encontrábamos los alimentos perfectos para continuar con las no pocas veces, tediosas jornadas didácticas.

Balones y monedas de chocolate no podían faltar, ni gomitas con pequeñas dosis de alcohol; refrescos en bolsas de plástico (cuando tampoco eran ilegales) y bolsas con más salsa que duros, que sentaron el precedente sin dudar, de los cuadros gástricos agudos de muchos en nuestra adultez, eran también parte indispensable del desayuno.

Soy de la época en la que los maestros, sin temor a ser grabados, a veces cambiaban las clases para contarnos, a manera de desahogo y a veces, de consulta, sobre ciertos problemas que los aquejaban. Tenía un joven maestro de matemáticas que nos mantenía informados regularmente sobre su noviazgo.

Al término de su platica, el joven docente se nos quedaba viendo, como buscando algún consejo entre su audiencia, integrada por infantes más preocupados por intercambiar los tazos a la hora de la salida que en los líos de faldas (exclamación que le llegue a escuchar un par de veces a uno de mis tíos).

En mi época, los chismes y las noticias más relevantes de la comunidad estudiantil, las leías en los baños. Las visitas en ese entonces, y, a diferencia de ahora, eran únicamente para dos cosas: satisfacer las necesidades metabólicas y, mantenerse actualizado en el acontecer estudiantil.

En ése entonces, la mejor red social era una vieja libreta, donada por algún buen samaritano, que se llenaba con un cuestionario en el que la pregunta más osada era el: «¿quién te gusta?» y se pasaba de butaca en butaca. El chismografo, fue el antecesor del Facebook.

Pese a todo y, tal vez, por eso, mi paso por la primaria y secundaria fue de ensueño. Aunque de algunas materias no guardo el más mínimo recuerdo, otras, como la historia, fueron las favoritas no únicamente para mí, sino para muchos de los que gozábamos de los relatos que los maestros, hacían de los hechos históricos.

En la secundaria, el profesor Pinedo, como se apellidaba, en lugar de saturarnos con nombres y fechas, nos narraba las gestas históricas, el origen de los movimientos sociales, los cismas religiosos y las crisis sociales y económicas de México y del mundo.

Producto de sus enseñanzas, recuerdo que regresaba a casa y pasaba horas recreando las épicas batallas de los romanos, intentaba ponerle el rostro de mis artistas favoritos de ése entonces a los dioses griegos y, sobre todo, trataba de imaginarme, que sentiría haber vivido en tal o cual época.

Uno de los episodios históricos que más me impresionaban y que lo siguieron haciendo durante mi licenciatura, cuando decidí estudiar la carrera en Historia, fue el de las epidemias que la humanidad, ha padecido en diversas épocas.

Recuerdo que, de niña, recreaba, con horror, las escenas dantescas producto de la Peste Negra, de la Gripe Española y de hasta del síndrome de las Vacas Locas, que, aunque sólo cobro 150 víctimas, con ese nombre, infundía temor, como lo hizo el legendario y mal intencionado producto televisivo del Chupacabras.

Me imaginaba lo difícil que supondría vivir bajo esas condiciones, pero, también, me excitaba la idea de ser parte de un hecho histórico del cual, los libros de historia darían cuenta algún día. Entre churritos, mazapanes, balones de chocolate y frutis congelados, intentaba imaginar que habría sido vivir una situación así.

Casi treinta años después, la incógnita ha sido contestada y, he de decir, no ha sido nada placentera. La pandemia por Covid-19 que desde hace ya dos años azota y asola al mundo, ha despejado muchas de mis dudas (y de quienes, de niños, nos lo preguntábamos).

Aunque los avances médicos, tecnológicos y en general, de vida, han cambiado y mejorado de manera impresionante, la pandemia, no ha dejado de golpear a la humanidad no únicamente en el tema de salud, sino económica, social y emocionalmente.

Pese a las mejoras, las muertes, han superado a las registradas en algunas de las peores pandemias de la historia, como la de Cólera, en el siglo XX, que tan sólo en Francia, dejó cerca de 20 mil víctimas mortales.

La muerte y las complicaciones de salud, no han sido los único knockout que nos ha pegado el Covid. La paralización de la economía, con el consiguiente incremento de desempleo, de inflación y la saturación en la cadena de suministros alimentarios, podrían parecer también, de los efectos más adversos.

Sin embargo, en el tema emocional, ésta pandemia, también nos ha golpeado. Y muy duro. El aislamiento al que se ha confinado a la mayoría del mundo, ha provocado cifras récord en el tema de padecimientos mentales. Depresión, angustia, ansiedad, se han convertido en los alumnos abanderados de estas generaciones que ni las redes sociales, han podido evitar.

Y, es, precisamente, en los niños, donde ha recaído el cambio de vida más drástico de la pandemia. Los menores, que en países como en México, producto de la violencia, ya venían padeciendo los estragos de estar encerrados, han vivido gran parte de su vida, presos de sus hogares.

Existe toda una generación de niños, «los niños pandemia o los niños cuarentena», que han pasado toda su vida, no únicamente encerrados, sino que no saben lo que es ir presencialmente a la escuela. Existe toda una generación que ha crecido creyendo que el uso de cubre bocas, es normal.

 Toda una generación de niños, han perdido la experiencia de rasparse las rodillas en el receso y ser llevados a la enfermería; a toda una generación de niños se les ha negado, producto de la contingencia sanitaria, la oportunidad de gozar las mieles y las hieles de acudir a un salón de clases y sociabilizar no únicamente a través de memes y emojis.

Si las generaciones más avanzadas nos quejamos de nuestras pérdidas de libertades, a raíz de la pandemia, no quiero imaginar lo que será crecer desconociéndola, como esos millones de niños que han nacido y que nacieron justo en la pandemia.

Como sociedad, como humanidad, tenemos la obligación de actuar con responsabilidad y tratar de superar no únicamente la crisis sanitaria, sino la crisis social por la que el mundo atraviesa desde hace más de dos años y, devolverles a los niños, la oportunidad de jugar en las canchas de sus escuelas hasta que se queden sin aliento. De correr, de caerse, de levantarse y de gozar de la compañía de sus compañeritos, pues esto, a fin de cuentas, es lo mejor de asistir a la escuela.

Si bien no existen ya las cooperativas, ni los chismografos, y la comida ya viene con etiquetas nutricionales, así como el Instagram y las redes han sustituido los pasquines que decoraban los baños, los niños, como derecho básico, deben de sociabilizar y gozar de la libertad de acudir a una escuela, de salir a jugar con sus amigos, experiencias tan únicas y tan necesarias, que ni el metaverso podrá nunca suplir.