Filosofía de las emociones

Por José Filiberto Rivera Medellín///Ágora Digital

  • Odio y amo. Por qué lo hago, me preguntas tal vez. No sé, pero siento que ocurre y me perturba”. Cátulo (87-54 a.C)

Fresnillo,Zac,(04-09-2023).-Mucho antes de que la psicología se dedicara al tema de las emociones y reclamara su imperio sobre el mismo, diversos autores, desde la más temprana antigüedad clásica, se dedicaron a explorar detenidamente el tópico de las emociones, pasiones y sentimientos y sus efectos en el hombre.

Desde la filosofía podemos diferenciar básicamente dos posiciones bien definidas: los postulados que aseguran que las emociones portan algún tipo de significado o conocimiento que redunda en los intereses del individuo y los que rotundamente niegan esta cualidad.

Para Platón, uno de los primeros en referirse al tema de las emociones, el hombre – o, mejor dicho, su parte racional – se asemeja a un cochero que debe conducir un carro tirado por dos caballos: uno bueno (el componente afectivo) y otro malo (los apetitos más irracionales); de la concertada habilidad de este auriga dependerá que el carro llegue a un buen destino. Platón es el primero que destaca esta idea de que es necesario saber “conducir” o guiar nuestros impulsos. En su obra El banquete se dedica a explorar una de las pasiones más antiguas que arrastran al ser humano, el amor, y cómo puede conducirnos al bien y en consecuencia a alcanzar la felicidad en un camino de perfección humana. En síntesis, para Platón hay dos mundos, el sensible, que percibimos por los sentidos, y el inteligible, accesible sólo por medio de la inteligencia, aunque considera a este último como el único que permite el acceso al verdadero conocimiento.

Su mejor discípulo, Aristóteles, es tal vez quien mejor ha expuesto la clásica teoría de las emociones. En su Retórica define a las emociones como las afecciones del alma que van acompañadas de una sensación placentera o dolorosa, como señales que nos advierten de situaciones favorables o desfavorables a nuestros intereses, indicándonos aquello que nos conviene o no hacer. Para Aristóteles, el hombre está conformado tanto por su parte racional como irracional, es decir, es una unidad integrada en que las emociones cumplen un rol fundamental; por esta razón se considera el precursor de una teoría cognitiva de las emociones.

Pensadores cristianos, como San Agustín o Santo Tomás de Aquino, rescataron la importancia de las emociones, ya que pueden modificar la conducta del hombre, en especial la voluntad. En este mundo donde es deseable elegir conscientemente el bien -por difícil que sea- y apartarse del mal –que siempre nos tienta-, la voluntad juega un papel preponderante, y en su apoyo surge una larga lista de emociones mediadoras como la alegría, la esperanza, el amor, la audacia, o sus contrarias como el temor, el miedo, el odio y la desesperanza entre otras.

Pascal, por su parte, insistía en el valor de los sentimientos como fuentes de conocimiento, y afirmaba que los actos voluntarios del hombre pasan indefectiblemente por el tamiz de las emociones. Hobbes, decía: “no excluyamos, pues, la razón del amor, ya que son inseparables”. Siguiendo esta línea abierta por Pascal, Kant fue el primero que reconoció el significado y la función biológica de las emociones. Tanto la alegría como la tristeza están conectadas al placer y al dolor respectivamente, e impulsan al hombre a permanecer o apartarse de la situación en la que se encuentra; para Kant, el exceso de las emociones encierra un peligro: tanto la alegría extrema como la tristeza más profunda, no equilibradas por sus contrarias, ponen en peligro la existencia, sin embargo, la mayoría de las veces las emociones aportan una gran ayuda para sostener y trasmitir el largo camino de la vida, y hasta favorecen la salud, como es el caso de la risa y el llanto.

Scheller rescató la autonomía de la vida emocional y la colocó a la altura de la vida intelectual. No limitó el mundo de las emociones a meros procesos fisiológicos ni tampoco lo redujo a estados más o menos pasivos. Reconoció que algunas emociones (las sensibles y vitales) ingresan a nuestro yo a partir de los datos que nos brinda el cuerpo y nos permiten tomar conciencia de él, mientras que otras emociones, denominadas sentimientos psíquicos, son propiamente una cualidad de nuestro yo.

Fue Heidegger el que dio un salto cualitativo al definir las emociones como un “modo de ser” en el mundo, ligadas sustancialmente a la existencia del hombre. Según él, el sentimiento de angustia no está vinculado a una circunstancia o hecho amenazador particular, sino que se encuentra en la raíz misma de la existencia humana. Es la única emoción propia del hombre que le hace comprender y tomar conciencia de su existencia en el mundo, su ser-en el-mundo. El resto de las emociones pertenece, en cambio, a otro nivel, está dirigido a la vivencia cotidiana y a las preocupaciones y necesidades propias de los otros.

Sartre continuó la idea de Heidegger, pero con un matiz más psicológico: la emoción es: “una cierta manera de aprender el mundo”, lo cual implica que el hombre tome conciencia de él mismo y de su posible transformación. Sin embargo, como el mundo en que vivimos nos presenta continuamente situaciones complejas, difíciles de sobrellevar, al recurrir a las emociones, el hombre, en realidad, está recurriendo a lo que Sartre denominó la “dimensión mágica”. “Denominaremos emoción a la caída brusca de la conciencia en lo mágico, la emoción no es un accidente, es un modo de existencia de la conciencia, una de las maneras por las que comprende su ser en el mundo”. Cuando el hombre da rienda suelta a sus emociones lo hace como una reacción para combatir esa amenaza y con ella intenta modificar dicha situación angustiante o temible. De este modo, la emoción rescata al hombre, o, mejor dicho, lo ancla en este mundo.