Benito Juárez: hombre, esencia y trascendencia

Benito Juárez fue uno de los gobernantes más sobresalientes perteneciente a la etapa republicana. Nació el 21 de marzo de 1806 Fotos: Mediateca INAH

Por José Filiberto Rivera Medellín///Ágora Digital

  • La constancia y el estudio hacen a los hombres grandes, y los hombres grandes son el porvenir de la patria”: Benito Pablo Juárez García

Fresnillo, Zac,(21-03-2023).-Juárez nació, puede decirse, de una raza; porque nada había de él que no estuviera física y moralmente en su raza, nada que lo diferenciara de sus congéneres; es un hijo de la familia zapoteca. Vagar en pos de rebaño, a orillas del lago, entre los naranjales, haciendo resonar pequeñas arpas melancólicas formadas por él mismo; esta fue su vida; ésa era la de todos los pastorcillos de las sierras oaxaqueñas. Su fuga a Oaxaca por temor de su castigo, por aspiración a una vida superior fue el primer acto que le probó que era un hombre, que era un rebelde.

La Iglesia lo acogió, lo enquistó en ella, bondadosa, rutinera, sin poesía apenas, sin ensueños; la vaga ansiedad del cielo y el deseo firme de saber qué decían los libros de su protector, era lo que daba a aquel niño cuenta de sí mismo; pero el fondo de su alma, que por la iniciación en una lengua nueva y en formas menos inferiores del culto destacaba ya su individualidad propia de la personalidad colectiva de su raza, permanecía siendo lo que siempre será un indio, un ser religioso.

Era un adolescente cuando tuvo su primer contacto íntimo con el idioma español y con los libros; idioma y libros los unían más y más con el altar. Su protector, del altar vivía y al pie del altar murió; todo un infinito de devoción, de esperanza, de sumisión y de fe envolvía el alma de aquel niño, como un átomo la inmensidad de la nébula cósmica.

Su escuela era el taller del encuadernador; y servido de su buena memoria y de ese ilimitado poder de perseverar que se revelaba en él en cualquier momento importante de su vida, a un mismo tiempo aprendió a hablar, a leer, a escribir.

Ya era un muchacho grande (tenía dieciocho años), atiborrada la memoria con los incomprendidos latines de los rezos perpetuos del semiclérigo Salanueva, cuando Benito Pablo Juárez entró en el seminario a estudiar latín y emprender así la carrera magna, aquella a que su protector lo destinaba, la carrera eclesiástica, la que día a día pone al hombre ungido del crisma santo por encima de los ángeles cuando en la misa se verifica el admirable y perpetuamente renovado milagro de la transustanciación.

Juárez entró a la vida pública en la época de la primera conmoción reformista que llegó al período álgido por los años de 1832 y 1833; los hombres de pensamiento o de acción tenían que afiliarse en uno de los bandos contendientes; se trataba de una tentativa sería de transformación social; se pretendía asegurar definitivamente la supremacía de la autoridad civil en la República, condición precisa de la reorganización nacional.

Juárez, como la inmensa mayoría de los liberales de su tiempo, era un hombre de espíritu profundamente religioso; su religión era, inútil decirlo, la católica; en ella y bajo la forma de superstición, propia de su raza sometida y callada, había nacido; en esa forma había podido la religión conquistadora penetrar en cada alma indígena y arrojar de ella la creencia vieja, como arrojaban los misioneros al ídolo de la cima del teocalli, manteniendo el prestigio del santuario derruido con sólo reemplazar por otro símbolo la deidad hecha pedazos y, en apariencia muerta. Su educación acabó de cerrar su horizonte con la eterna decoración de todo despertar de alma en aquella época: contornos de iglesias vetustas, de macizos conventos, de pirámides de libros de teología, de siluetas de santos, de perfiles de doctores; todo lo que interceptaba la luz directa y aglomeraba en los intelectos masas frías de sombra y de noche.

Para Juárez, y sabiamente lo acordó así, la legislación reformista era inevitable cuando suficientemente quebrantado el poder militar de los reactores, la predicación de la guerra que llamaban los reaccionarios “El código de sangre” no pidiera tener un suceso tal multiplicarse la fuerza de resistencia del reparo tras el cual la reacción se debatía furiosa: fácil era pensar que la Iglesia al sentirse confiscada, explotada, reducida a la miseria (así lo creía el clero), sacrificarse el todo por el todo, y entre dejarse robar, como decían los periódicos, por los adjudicatarios, y robarse a sí misma para entregarlo todo a Miramón, ni podía vacilar. En todo esto había que pensar, y Juárez pensaba, no en aplazar indefinitivamente la Reforma, sino en esperar el momento oportuno de definirla legalmente: nadie ha negado a un gobernante el derecho de escoger el momento oportuno para tomar una determinación; sólo los implacables censores póstumos de Juárez, resueltos a encontrar todo pésimo en el adversario que han engendrado y documentado al margen de la historia, han podido hallar en esto tela para bordar un furibundo cargo.