Nuestra playa en la azotea

Por Milagros Alarcón /// Ilustración Cath Zúñiga

Desde la azotea de un tercer piso en el Centro de la ciudad, en jeans y de noche, dimos inicio a la Semana Santa.

Con mis hijas, me tiré al suelo para ver el cielo estrellado y jugando dijimos que el techo era nuestra playa, después nos tomamos unas fotos.

Desde arriba vimos pasar a unos cuantos escudados con guantes y cubre bocas, empujados por la prisa del COVID-19, la enfermedad que llegó en marzo y nos ha dejado ya varias enseñanzas.

Por ahora, los mazatlecos no tienen acceso a las playas; como medida sanitaria se bloqueó el paso a la arena con tiras de cinta amarilla, los restaurantes de mariscos sobre el malecón están vacíos, no se escucha la banda tocando para los comensales y todas las actividades a la intemperie están prohibidas, así que debemos buscar alternativas para sobrellevar la contingencia.

La pandemia nos ha cambiado la vida, nos movió los planes y la rutina; yo como tú me preocupo por los días que vienen, por la salud de quienes quiero, por las cifras que van en aumento; siento mucho por aquellos que emprendieron proyectos y apostaron todo su esfuerzo en sueños que ahora ven fisurados; me duele la gente sin empleo.

El COVID nos ha restado a todos, sí, a unos más, a otros menos, pero necesito pensar que también nos está sumando. Que nos está dando la oportunidad de ser mejores seres humanos, mejores padres, a ser empáticos con el planeta y más solidarios con quienes nos necesitan.

Si bien estamos pasando por una etapa difícil, también es momento de ser más fuertes que nunca, de ser bondadosos, de compartir y de apoyar a quienes en los siguientes meses enfrentarán la cara más dura de esta emergencia.

Debo decir que soy de ese grupo de afortunados que sin perder el empleo, puedo quedarme en casa. Trabajo en un Centro de Capacitación para el Trabajo Industrial, CECATI 26, y extraño mi área de trabajo, el verde de sus jardines, a mis compañeros, el zumbido de las máquinas de coser del taller de confección de ropa y el ajetreo de los estudiantes que seguro pronto volverá.

Comparto, con mucho agradecimiento, que estos días he tenido la fortuna de despertar y disfrutar a mis hijas más que nunca. Hemos hecho pasteles, cocinado, leído, bailado; ya casi nos graduamos de primero y sexto grado en línea, una aventura nunca imaginada.

Desempolvamos todos los juegos de mesa para los que nunca hubo tiempo y nos hemos disfrutado. Vimos ya muchas películas, hicimos de la cochera una cancha de basquetbol donde hemos celebrado triples de una pared a otra y por si fuera poco, nos hemos dado el lujo de adoptar una perrita y darle mucho cariño.

El planeta nos obligó a parar, pero también nos está dando la fortuna de disfrutar cada minuto, de descubrir habilidades, de iniciarnos en un hábito, de hacer que el tiempo realmente valga la pena.

En Mazatlán, las visitas a los mercados están limitadas, no hay paseos en lanchas o kayak, el espectáculo de los clavadistas sobre el Paseo Claussen está en pausa, no hay extranjeros tomando el sol ni vendedores de suvenires.

La Mujer Mazatleca, ícono del puerto, espera en soledad y con los brazos abiertos a que todo pase. La vida nocturna está varada, y en una ciudad en la que su actividad económica es el turismo, esto se resiente; aunque yo, más que la vida nocturna, extraño los amaneceres.

Me gusta correr, y quienes padecen esta adicción saben que no es sencillo guardar los tenis, porque aunque hay opciones para estar activo desde casa, nada como atravesar el Paseo del Centenario viendo el mar y en libertad.

Se han cancelado las competencias de atletismo de los siguientes meses, los centros deportivos están cerrados, pero si esto mejora y salimos libres de esta pandemia, el fin del año nos espera con muchos kilómetros y metas por cruzar.