Gracias Dios… ¡Y al COVID-19!

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Por Gabriella Romo/// Ilustración Cath Zúñiga

Empezaré por contar que una de mis cualidades es que me gusta imaginar cosas, disfrutar la música y en mi diario vivir pongo atención a los pequeños detalles.

Pero jamás imaginé cómo un virus con un nombre no tan espantoso como COVID-19 podría transformar mi vida como lo hace día a día.

Trabajo en un hotel en la zona centro del municipio de Fresnillo, soy Chef y docente en la Universidad Autónoma de Fresnillo.

En la universidad tenemos 2 semanas con clases virtuales y he de confesar que virtualmente no soy la mejor. He descuidado un poco a mis alumnos. Ellos me llenan de energía porque me recuerdan que a ésa edad y en una aula de clases imaginaba como me comería el mundo.

La mayor parte de mi atención la tengo en el hotel donde trabajo, todos los días al salir de casa, que la verdad es casa de mi papá y mamá veo en las calles a  unas cuantas personas, muy pocos sonríen, somos los que tenemos que salir a trabajar.

Estos dias de encierro para mí son el mayor estrés que me ha tocado vivir.

Vivo por primera vez con miedo por tanta información en redes sociales, por la incertidumbre del fatídico Que ira a pasar?.Generalmente no escapo, me quedo.

Por primera vez deseo escapar, ni con la violencia sentí tantas ganas de escapar como ahora y eso me enfurece enormemente, a manera de broma si he dicho «¿y si golpeamos al pendejo que se comió al murcielago?». Y aquí es donde mis compañeros de trabajo y yo reímos y seguimos laborando, es cuando suspiro, me lleno de esperanza y pido a Dios ver el negocio familiar abierto, liderado por mi padre de nueva cuenta ya que por primera vez en 25 años tuvo que cerrar.

Esta contingencia es complicada por las emociones de mi diario ir y venir, por un lado me llena de esperanza  y a la vez siento una opresión en el pecho al ver un municipio que es 100% comercial, apagado.

Gente con cubrebocas y miradas tristes, en las calles jugamos en silencio  a los encantados y el que te toque pierde.

En el trabajo mis compañeros me alientan con sus risas, veo a los jóvenes bellboys escuchando música, bromeando, el personal de cocina con una fe inquebrantable diciendo uno al otro “primero Dios esto pasara, no perdamos la fe vamos a estar bien, porque si no luego quien lleva el pan a la casa”.

Al pasar los días veo una familia de 30 personas animándose una a la otra, escuchando todos los días el Ave María a través del pequeño radio que esta sobre la ventana que conecta el restaurante con la cocina.

Llego a casa y mi hija de 7 años con grandes ojos y una sonrisa que calma mi alma, espera a que haga mi ritual de cambio de zapatos y de ropa para darme un tremendo abrazo, acariciar mi cara diciendo “mamá que bueno que estas en casa” y un poco más adentro la voz de la abue que grita “¿vente a tomar un cafecito!».

Todos los días al abrir la puerta de casa pido a mi Dios que me ayude y le digo al COVID, gracias por darme instantes con mi familia, por descubrir el lado frágil del ser humano, por sacar mi fortaleza y valentía, por hacerme empática con el necesitado, por ver un pueblo más unido, por demostrarme que un Dios discreto camina conmigo, y mi fe y mi esperanza es más fuerte que el gel antibacterial y el cloro, (que hoy utilizo quizá más que nunca).

Por lo pronto cierro mis ojos imagino la mano de mi hija entrelazada con la mía atravesando un parque de grandes arboles sonriendo y charlando de cosas de mamá y Yatzi.