Pagarás con sangre

Ciudad de México,(14-03-2024).-“No compres a crédito, sobre todo si son cosas que no te urgen”, me decían unos. “Mejor saca una tarjeta de alguna tienda grande”, opinaban otros. Sin embargo, la advertencia que me parecía más ocurrente, y la que también ignoraba, era: “los cobradores de la tienda tal te chuparán la sangre, te quitarán el alma”.

Por supuesto, no hice caso a ninguno de estos consejos. Me había empeñado en cierto celular de alta gama y con mi sueldito y los compromisos familiares, la única forma de hacerme de uno era endeudándome, aunque de ninguna manera eso era tan sencillo.

Boletinado hasta en mi cuadra por deberle al de la tienda jamón, queso, pan y chilitos, por supuesto que las fuentes normales de crédito eran completamente inalcanzables para mí, y yo solo me amargaba cada vez más en el atestado microbús y el ruinoso metro en las dos y media horas de trayecto, tarde y noche, hasta mi trabajo.

Veía como gente que a mis ojos no me llegaba ni a los talones tenía celulares como el que yo quería, y la rabia me iba invadiendo, me quemaba las entrañas, dicho en sentido literal porque tanta envidia había desencadenado en una muy desagradable y molesta gastritis.

El punto de quiebre llegó una mañana en que iba tarde para el trabajo. Se subió al microbús una pareja de malandros enmascarados que al grito de “ya se la saben, celulares y carteras”, procedieron a desvalijarnos de nuestras cosas. Cuando llegaron conmigo les entregué mi celular.

La verdad, no estaba preparado para lo que siguió. El ladrón con máscara de payaso lo tomó con evidente asco, se lo mostró a su compañero con máscara de iguana y dijeron “este compa sí que está fregado” y me lo aventaron en la cara.

Algo me poseyó en ese momento. Ya que avanzamos, unas cuadras más adelante, me bajé en la tienda tal, que prometía abonos chiquitos, servicios bancarios y créditos a “cualquier creatura con alma” (así decía su publicidad que en ese momento me pareció tremendamente ocurrente).

Me llamó un poco que la tienda estuviera mal iluminada y que los empleados, aunque activos y entusiastas, se vieran pálidos y ojerosos. Uno de ellos se me acercó y me preguntó si me interesaba por algo. Le dije del celular. Me lo mostró y en cuanto lo saqué de la caja supe que tenía que ser mío. Sostenerlo me hacía sentir importante, interesante y hasta exitoso. Vi el precio y me pareció absurdo.

El vendedor, quien debajo de la colonia para después de afeitarse olía un poco como a tierra y hojas descompuestas, tomó la tarjeta del precio y la aventó. “No se preocupe, usted tiene crédito con nosotros, no puede de llevarse este aparato porque se lo merece”. Me habló de un plan de crédito a muchos meses, de intereses y me extendió un contrato a mi nombre. No dudé en firmarlo.

Cuando puse mi firma, de alguna manera me corté con el papel la yema del dedo y unas cuantas gotas de sangre mancharon el documento. En lugar de cambiarlo, el vendedor murmuró un “perfecto, perfecto”, me dio el celular nuevecito con muchos accesorios, lo metió en una bolsa llena de folletos y salí a la calle.

Llegando a casa me encerré en el baño para que no me molestaran mi esposa ni mis dos hijos. Saqué el teléfono, lo encendí y mi vida cambió. Me ascendieron en el trabajo, empecé a ganar más y dejé de ir a mi casa. Pensé que mi esposa no era suficientemente bonita e interesante para una persona como yo y que mis hijos tal vez ni fueran míos, estaban muy flacos y feos para mi nuevo yo.

Los primeros pagos fluyeron con facilidad, aunque después de hacerlos me sentía cansado y somnoliento, lo que atribuí a que el cobrador siempre llegaba en la noche. Además, como ya era exitoso, dejé de trabajar como antes y me dediqué a una vida social activa que jamás había disfrutado. Me sentía afortunado, pues en la empresa me liquidaron y el dinero pagaba mi nueva vida.

Pasado un año ya no pude pagar. Intempestivamente se me acabó el dinero, nadie quería salir conmigo (“hueles como a muerto”, me decían) y supe que los hermanos de mi esposa, ambos boxeadores profesionales, me buscaban, seguramente para platicar amablemente conmigo

Los que nunca me perdieron de vista fueron los cobradores; sin importar dónde estuviera encontraban mi escondite, y eso que me refugié en la sierra de Puebla, la tierra caliente michoacana y en un pueblecito del desierto de Sonora. Pero ya no eran amables y encantadores. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad. Al principio pensé que no podrían entrar en el cuarto donde me refugiaba porque no los había invitado, pero además de malignos eran abogados y me informaron que al firmar el contrato expresamente les había permitido llegar en todo momento a mí.

Cada vez tengo menos sangre, más dolor y menos ganas de vivir. Pero los cobradores son implacables, me dicen que seguirán viniendo por un tiempo tan largo como los meses que dure mi contrato de crédito.