Emperador del Olvido

Ciudad de México,(20-04-2024).-El nuestro es un mundo triste. Que nadie se engañe con los brillantes rayos sonoros que cruzan el cielo verde-azulado, ni nuestras deslumbrantes bailarinas nocturnas que llenan de plata las hojas de los helechos todas las noches, ni con los sembradíos de esa bruma morada que sirve para tener sueños dulces. Pero repito, que nadie se engañe porque incluso esas maravillas están llenos de arañas que pueden comerse a una persona en un par de minutos después, claro, de haberlas mantenido dos meses en un capullo sufriendo dolores indecibles cada segundo. Todas las bellezas de ese mundo guardan penas.

Tal vez, por todo eso los primeros cartógrafos del espacio lo bautizaron como Dolos, la personificación del fraude y del engaño, y no emplearon el poético Kalajari 103d que le corresponde oficialmente.

Solo hay otra verdadera inteligencia nativa en este mundo, y ahora está representada por un solo individuo, el último remanente de una raza orgullosa de poetas del pantano. Se trata de Eborus, el batracio gigante que domina el cenagal, y que ahora ruge de nuevo. El fragor de su grito causa la muerte de centenares de pequeños animalitos cuyo corazón se paraliza de terror; los más grandes no murieron, pero guardaron silencio. Eborus volvió a rugir, aún más fuerte. Ahora, incluso los relámpagos dejaron de escucharse, ni siquiera el tronar del volcán gigante puede competir con el lamento del batracio más grande de las galaxias del grupo local, el más fiero. Sin embargo, este portento de la naturaleza está muriendo, como ocurre como maldición en toda forma de vida; el cáncer corrompe sus órganos internos, desordena sus funciones básicas, enloquece su mente, alguna vez la más brillante de este lado de la galaxia, para envidia de senadores y emperadores.

El lamento del animal condenado no es triste sino feroz, huele a hierro, a bronce, a ozono. Eborus muerde su propio cuerpo para liberarse de la enfermedad que no solo lo está matando, sino que lo despoja de su raciocinio. El batracio gigante está muriendo, y como todos los seres inteligentes cuando llega ese momento, tiene miedo y está solo frente al insondable vacío de la nada.

Poco a poco, el decadente emperador del lodo se va adormeciendo en el fresco lodazal y los parásitos regresan a alimentarse de sus desechos. El último representante de un Imperio ido está a punto de morir.

El ruido regresa a nuestro mundo. Primero, se escucha el rumor del volcán; significa peligro, pero todas las criaturas vivientes medran en el peligro, lo único que necesitan es que les parezca lo suficientemente lejano para que imaginen que jamás les tocará a ellos. Luego, la igualación de cargas de la ionósfera, la atmósfera y la superficie del planeta deja escuchar nuevamente sus tronidos. Todos los animales que tenían algo que susurrar empezaron a hacerlo, hasta llegar a la algarabía corriente.

Observo este drama desde mi prisión en la cima de un volcán supuestamente extinto. Kilómetros de campos autocontenidos para proteger un castillo medieval transportado desde unos Cárpatos que eran un homenaje a decenas de miles de años luz de los originales. Todo el escenario del castigo es la mala broma de un emperador idiota, senil y, para colmo, muerto hace lustros. El castillo está lleno de servidores biomecánicos que responden al nombre de Igor, pero con los que no se puede mantener ninguna conversación.

Aquí soy nada o casi nada, dicen mis títulos Señor de los Tábanos, Profeta de la Pestilencia, Emisario del Olvido, Virrey de Nada o de la Casi Nada, que dos veces al día en ciclos de 24h 37m 22.663s se pregonan a la soledad de pasillos y escaleras de piedra que como las de Escher, dan vueltas sobre sí mismas, bordean el vacío, llegan a muros ciegos.

El sonido espeso y dorado chorrea por los vidrios que dan al oriente. Kalajari, un viejo sol F2I que por las mañanas, en este su sexto planeta, brilla con esa luz pesada y sonora que caracteriza esta época del año; por el poniente, las dos lunas que giran una en torno de la otra corren a esconderse tras las montañas. Con la salida de ese sol, los insectos metálicos compiten con los otros insectos para llenar el ambiente de zumbidos, mientras que las flores carnívoras los devoran indistintamente y los pelean a las lagartijas voladoras.

El hielo de la noche se quiebra con crujidos lavanda y amarillos que llenan las bocas con un sabor a leche azucarada. Los lagartos corredores se remueven nerviosos en los establos ansiosos de sus ratones y pastura. Los siervos de piel verdosa despiertan hambrientos y con frío. Para ellos, el sabor de la leche es agria y la luz agrega peso a sus cargas. Tampoco los soldados que huelen a plomo y humo, otrora orgullosa élite de tropas de asalto, están contentos; velaron toda la noche para mantener alejados a los espectros violeta y sus gemidos que convierten los huesos en cristal y la voluntad en trapos mojados de tal manera que llegan a lesionar sus intrincadas IA.

Los que estamos aquí estamos solos; los que estamos aquí, estamos cumpliendo una pena de por vida; los que estamos aquí enloquecemos y hablamos como si fuéramos multitud. Esta es mi prisión, desde hace 400 ciclos solares y lo será por otros 400… cuando menos, pues eso calculan las máquinas que me pueden conservar con vida.

No puedo salir de este mundo, así como tampoco puedo olvidar.

Lo único que puedo hacer es comer, así que extiendo las alas para que las golpee la luz. Las venas plateadas se llenan de seudosangre, los músculos se fortalecen y los huesos huecos de fibra de carbono se alistan. Alzo el vuelo. Miro los campos con su engañosa paz y sigo subiendo hacia la esfera solar. Llego a una altura desde la que puedo ver hasta el fin del mundo. Ajusto mis ojos para ver el suelo. Tengo hambre, mucha hambre, y busco algo con lo que me pueda alimentar. Algo fresco, algo vivo…

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