«Cuando ya tiene pruebas de lo que dice»: Mojarro

"El Valedor", Tomás Mojarro, célebre, libre, escritor, periodista, jalpense,zacatecano. Murió este martes 11 de enero a los 89 años de edad. Foto: Cuartoscuro

Por Simitrio Quezada

Mientras nace la madrugada en las orillas de Jalpa, cerca de la sureña comunidad
Cailagua, un anciano persigue a su hijo por la frágil ladera. El viejo agita un palo,
quiere asestar una zurra al crío que le faltó al respeto.

Igual que el padre, el niño cae. El viejo muere, el crío agoniza mientras lo
asedian los moscos. “Hasta la madrugada de este día mi padre y yo éramos
ixtleros. Ahora ya somos difuntos. Él más que yo, pero difuntos los dos”, considera
el niño.

El infante puede llamarse Tomás. O es Tomás, quizá, el nombre de quien
escribe en Guadalajara un cuento donde recupera sus días como ayudante de
arriero.

“Me hubiera gustado caer cerca del agua, donde mi padre cayó. Pero como
soy muy burlesco, aquí estoy, tirado sobre estos peñascales. No puedo hacer otra
cosa que mover la lengua. Pero no, la lengua ya se murió. Lo que ahora muevo es
una piedra laja”.

Tomás es el que escribe y también es el niño escrito, descrito. El cuento se
llama “Cruenta alegría, cenzontle”, uno de los relatos más bellos de su cuentario
“Cañón de Juchipila”. Yo encuentro en la adolescencia ese cuento y me enamoro
de doña Tula, del hermano Baudelio, de la Jalpa pulpa, de la bella Rogelia que te
hace ver las estrellas, de la Justa Santamaría que busca a su hijo y hasta de los
calzones del Tata que se quemaron cerca de la hoguera.

Años después me veo en la capital del país entrando a la colonia Magdalena
Contreras, hasta dar con la casa de Tomás. Se cubre el cabello cenizo con un
gorro hecho de estambre, viste suéter negro con cuello alto. Hablamos del pueblo,
de los Mojarro perdidos, de las jalpenses que permanecieron más sensuales en la
mente del escritor que en la realidad.

Lo reencuentro otras veces, en más visitas, y luego en Jalpa, cuando
imponen su nombre a una calle de la periferia. Caminamos juntos entre la tierra
suelta de la vía dedicada a él. Habla poco, es el niño que muere sólo en el cuento.

Meses antes, recargado contra un estante del quinto piso de la biblioteca de la
Universidad de Texas en El Paso, encontré la autobiografía que él, hijo de Tula,
tuvo que escribir por orden de Emmanuel Carballo. Siento entonces que lo
conozco mejor.

Hace siete años nos vimos en las extrañas tierras consagradas a San
Jerónimo, en el Distrito Federal. Destrabé entonces mis manos para dejar volar
una invitación a que regresara a Zacatecas. Me recibió con un disparo de pólvora:
“¿Qué puede significar para mí un homenaje? No me agrega nada”. Continuaba
siendo un hombre duro.

“Un homenaje no me agrega nada. Nada más es una serie de rituales, ritos
que no me agregan nada. Ésa es mi situación”.

Intenté persuadirlo… Él insistió en lo suyo: “No tomo, no fumo, no se me da
la plática individual con un hombre. ¿Con mujeres? Frente a ellas tengo
conferencias, todas las ramas del periodismo las domino y me encantan”.

Comenzó a tornarse entonces en el jalpense habliche: “Me encanta darle a la
gente, decirles, abrirles los ojos, todo eso constituye mi deleite. Lástima que al fin
de la vida sea cuando uno ya domina, cuando ya tiene uno lucidez, cuando ya no
habla uno a lo tonto, cuando ya tiene pruebas de lo que dice… Lástima que sea ya
a estas alturas”.

Le tomé la palabra: de algún modo logré que el niño abandonara la agonía,
que espantara a los moscos y se entregara a su paisanaje querido. “Hay gente
que busca afuera lo que hay dentro”, me insistió todavía antes de despedirnos.
Ahora estoy seguro de que, en sus conferencias grabadas y letras impresas, él
seguirá ayudándonos a muchos a terminar de comprender eso y más.

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